Los signos de que la crisis diplomática con Marruecos se ha cerrado son ya inequívocos. Un primer atisbo de que el clima estaba cambiando fue la disposición de Rabat a acoger de vuelta a los cientos de menores a los que en mayo había abierto la frontera con Ceuta. El importante discurso de Mohamed VI, el pasado viernes, ha ratificado plenamente esa impresión. El anuncio del rey de que comienza una nueva etapa de colaboración con España fue correspondido de inmediato por unas amistosas declaraciones del presidente Pedro Sánchez. El gesto final para la reconciliación, el retorno a Madrid de la embajadora retirada hace tres meses, se presume inminente.
Marruecos decidió ensayar en mayo esa nueva arma que se está abriendo paso en las relaciones internacionales, con Bielorrusia como último ejemplo: el uso de los flujos migratorios para presionar al vecino. Rabat se sentía reforzado tras conseguir que la Administración de Trump admitiese su soberanía sobre el Sáhara Occidental, a cambio de que el reino alauí reconociese a Israel. Y al saber que el Gobierno español había acogido para tratamiento médico al líder del Frente Polisario, Brahim Gali, decidió sembrar el caos en Ceuta. Pero no se topó solo con España. Los países de la UE, con Alemania al frente, advirtieron con firmeza a Marruecos, que ni siquiera arrancó un gesto favorable de su viejo aliado francés.
Aislado en Europa, el país magrebí no tenía incentivos para prolongar la tensión. España, a su vez, necesitaba recomponer los vínculos con un vecino imprescindible para controlar la inmigración. Todo parecía cuestión de tiempo, y la llegada al Ministerio de Exteriores en Madrid de un nuevo equipo, ajeno al escaso tino diplomático con que sus antecesores manejaron el asunto del líder polisario, ayudó a desbrozar el camino. El nuevo ministro, José Manuel Albares, ha conseguido un éxito en poco tiempo.
En su afán por subrayar el radical cambio de los vientos hacia España, Mohamed VI proclamó su deseo de establecer un vínculo tan sólido como el que mantiene con Francia. Un objetivo loable, pero poco realista. La posición de España ante Marruecos es bien distinta, con dos cuestiones casi eternas —Ceuta y Melilla, junto al antiguo Sáhara español— que complican más las relaciones. Sobre el Sáhara, fuentes del Gobierno ya han asegurado que no va a variar su postura de promover un acuerdo en el marco de la ONU que podría desembocar en la concesión de algún grado de autonomía al territorio, aunque esa salida parece cegada mientras la Administración de Biden mantenga los compromisos de Trump.
La situación geográfica de España y la política europea de inmigración —o más bien su ausencia— hacen de Marruecos un aliado indispensable en el control de fronteras. Es una colaboración imprescindible con un régimen que dista de ser democrático. Pero no por eso los países europeos pueden descuidar el escrupuloso respeto a las leyes propias como ha hecho el Gobierno español con las repatriaciones de Ceuta. El tratamiento de la inmigración es también una cuestión de derechos humanos.
La convivencia con Marruecos siempre será tan problemática como necesaria, lo importante es que nunca se rompa el diálogo. El Gobierno ha salvado un gran escollo. De su habilidad dependerá ahora mantener la relación abierta sin renunciar a sus principios en cuestiones como Ceuta y Melilla, el Sáhara o la inmigración.