Trasladar la responsabilidad de los altos precios de la energía eléctrica a las empresas generadoras, como si éstas no operaran en un mercado estrictamente regulado por el Gobierno, supone hacerse trampas en el solitario y, sobre todo, tratar a los ciudadanos como menores de edad, incapaces de asumir las consecuencias de los compromisos energéticos asumidos por España en el marco internacional de la lucha contra el calentamiento global.
Supone, además, romper las reglas de juego establecidas, provocando una inseguridad jurídica que redundará en perjuicio de nuestra economía al desalentar las inversiones y, lo que es más grave, conlleva el riesgo de una mayor distorsión de las fuentes de producción de electricidad, que se rigen por las normas de un mercado marginalista, vigente en Europa y en la mayoría de los países de la OCDE. El decreto confiscatorio es el error de un gobierno como el actual, acosado por las hemerotecas, y en el que operan ideologías estatalistas que se han demostrado fallidas siempre y en todos los lugares donde se han aplicado.
Con un problema añadido, que España carece de suficiente capacidad de interconexión con Francia y Marruecos como para suplir mediante un aumento de las importaciones la electricidad que generan las centrales nucleares y las hidráulicas. En La Moncloa se ha optado por el rancio populismo de la izquierda, que convierte a los empresarios en enemigos del pueblo, en lugar de actuar sobre una reforma general de un mercado como el eléctrico al que no le queda sitio para más parches ni es capaz de soportar más errores de generación política.
Y se hace desde un Gobierno que se ha impuesto plazos para la transición energética sólo realizables desde el incremento artificial de los costes de producción de las fuentes de generación más rentables y eficientes, con un castigo añadido a las tecnologías no contaminantes. No hay, pues, beneficios caídos del cielo.
Las empresas han buscado las mayores rentabilidades para unas centrales que no están amortizadas, ni mucho menos, entre los resquicios de unas normativas que desquician el normal funcionamiento del mercado, pero, hay que insistir en ello, no son las responsables de un sistema de imposición de precios que, además, escapa a la capacidad del Ejecutivo para mantenerlo en los límites deseables, puesto que ni puede actuar sobre los fondos que especulan con las tasas del CO2 ni sobre la cotización del gas y los hidrocarburos.