El historiador Paul Preston ha publicado recientemente su libro Arquitectos del terror, en el que expone las noticias falsas elaboradas por los partidarios del golpe de Estado del 36 destinadas a demonizar a la comunidad judía y a los masones. Las mentiras construidas por Pemán o el padre Tusquets dieron rienda suelta a la paranoia y legitimaron el libro Los protocolos de los sabios de Sión, un libelo que atribuía a los judíos el empeño en controlar el mundo y destrozar la Iglesia Católica. Preston explica que el objetivo de aquellos bulos era “la supresión de los avances reformistas de la II República”. La derecha fomentó la conspiranoia “para no perder sus privilegios”.
Aquella criminalización de judíos y masones basada en mentiras recuerda a otras más actuales lanzadas contra las personas migrantes. La prensa no tiene pudor a la hora de aceptar términos sensacionalistas como “oleada”, “invasión”, “peligro” o “amenaza”.
Hace unas semanas dos ministros del Gobierno polaco mostraron en rueda de prensa una fotografía de un presunto migrante manteniendo sexo con una vaca, para acusar de zoofilia a los sirios e iraquíes que demandan su entrada en territorio polaco. La foto resultó ser parte de un viejo vídeo porno que circula en las redes. Los ministros también llamaron terroristas y pedófilos a los migrantes. Tales afirmaciones podrían haber sido acogidas con guasa por la sociedad polaca, pero demasiada gente las tomó en serio, porque estamos ya en ese lugar de la Historia donde la deshumanización de los otros está integrada en la normalidad.
Ante ello la Unión Europea tiene la obligación política y moral de distanciarse del discurso racista de su socio polaco. Es posible condenar las políticas del gobierno autoritario de Bielorrusia -que instrumentaliza a los migrantes- y criticar a la vez la posición de Polonia, que ha negado alimento, ropa y atención médica a personas que quieren solicitar asilo y que impide el acceso a los periodistas y ONG en un radio de 3 kilómetros del área fronteriza.
El proceso de deshumanización de un grupo social suele venir acompañado de la ridiculización de los defensores de la dignidad humana, caricaturizados como ingenuos y tendentes a la bonhomía. La filósofa alemana Hannah Arendt supo explicar muy bien cómo un sistema de poder político puede trivializar la persecución e incluso el exterminio de seres humanos cuando se realiza como un procedimiento burocrático normalizado, ejecutado por funcionarios incapaces de pensar en las consecuencias de sus propios actos.
En su libro Los orígenes del totalitarismo, en la parte titulada Antisemitismo, Arendt relata cómo la comunidad judía fue presentada como “la causa de todos los males”. Los judíos fueron despojados de su humanidad para que su señalamiento resultara lógico y normal. La filósofa equipara ese proceso al impuesto en las colonias imperiales africanas, donde los pobladores locales fueron catalogados como seres que no habían desarrollado características que los europeos consideraban acabadamente humanas. Por ello no se estimó que la masacre de esos pobladores fuera inmoral, “al no concebir que estuvieran asesinando a persona alguna”.
El mismo mecanismo sigue el racismo, escribe la filósofa: visualiza a personas de diversas nacionalidades como si fuesen de especies diferentes, lo cual necesariamente conlleva aplicar las reglas del reino animal como única directriz. Estos procesos se repiten una y otra vez en diferentes escenarios del planeta. Los más peligrosos son sin duda los institucionalizados, los que proceden del poder.
La barbarie cometida por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial sentó las bases para el desarrollo de Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un texto que debería ser el eje vertebral de las políticas europeas y de los programas educativos actuales en escuelas e institutos. Sin embargo, aquellos principios son demasiado a menudo poco más que tinta sobre papel. La impunidad avanza y los discursos de odio son normalizados en demasiados platós de televisión, en nombre de la libertad. Lo sabemos bien en España.
Como señaló Arendt, no solo hay que prestar atención a los números, sino al procedimiento. En ese sentido, por mucho que intentemos autoengañarnos, presenciamos dinámicas cotidianas que normalizan desde el poder la clasificación y evaluación del grado de humanidad de ‘los otros’. Franquistas y nazis deshumanizaron a los judíos y los acusaron de querer controlarnos y someternos. Del mismo modo ahora se atribuye a los migrantes inferioridad cultural, voluntad de invadirnos, capacidad de amenazar nuestra religión y cultura. Así lo airean las extremas derechas europeas, incluida la nuestra.
Este marco de insensibilidad minimiza el sufrimiento ajeno, elige un cabeza de turco e inventa un nuevo contubernio al que atribuir las culpas de nuestros problemas. Como señala la investigadora Blanca Garcés, la inmigración es el chivo expiatorio con el que se pretenden ocultar todas las crisis: la del Estado de bienestar, la económica, la climática, la de valores.
En esta Europa que quiso erigirse como adalid de los derechos y las libertades se expulsa a personas que huyen de guerras y de armas exportadas por nuestros gobiernos, se las encierra en centros de internamiento para extranjeros, se las maltrata y estigmatiza, se las obliga a recorrer rutas peligrosas donde muchas mueren. Se las desprecia, se las difama. El camino a la justificación del crimen contra las personas migrantes está allanado. Cualquier historiador honesto del futuro subrayará este hecho como característica de nuestro presente. Solo quien no quiera ver puede sentir orgullo de esta nueva banalidad del mal.