El último apagó la luz

Si para Estados Unidos Afganistán es la última derrota de su última guerra imperial, para los europeos es una catástrofe en sordina

Todo va mal en Afganistán. Regresan aquellos fantasmas históricos que expulsaron a todos los invasores y amargaron los últimos días de los regímenes títere por ellos instalados. El más antiguo y acreditado, hasta convertirse en concepto geopolítico, es el Gran Juego, la rivalidad entre Rusia y el imperio británico por dominar este vientre blando de Asia, de imposible control por las potencias extranjeras desde tiempos milenarios. Los más recientes bien podrían llamarse Saigón y Phnom Penh, las espinas clavadas en la historia de Estados Unidos, derrotada en Vietnam y Camboya.

La precipitada salida de la gigantesca base de Bagram la pasada semana evoca inevitablemente al último helicóptero sobrecargado que partió del tejado de la embajada de Saigón el 30 de abril de 1975. También el incierto destino de los millares de intérpretes y trabajadores auxiliares afganos y, por supuesto, del régimen pro occidental entero, sus militares y policías, diputados y gobernantes, remite a la carta de un colaborador de los invasores, el príncipe camboyano Sisowath Sirik Matak, al embajador de Washington en Camboya el 12 de abril de 1975, en la que se sentía responsable de un único error: “Haber confiado en ustedes, los americanos”.

La Casa Blanca ya se ha desentendido de Afganistán. Quedará un retén para proteger la Embajada. Las fuerzas afganas formadas por la OTAN deberán espabilarse. De pronto, en Kabul hay un Gobierno amigo que merece todo el apoyo, pero se halla solo ante sus responsabilidades, en este caso el avance imparable de los talibanes, la desmoralización de sus tropas, el desaliento de los civiles y especialmente el temor de las mujeres ante la reinstauración del rigorismo islamista.

Trump decidió la retirada e intentó disfrazarla de victoria. Biden ha dado la orden definitiva, pero sin muchos miramientos. Si para Estados Unidos es la última derrota de su última guerra imperial, para los europeos es una catástrofe en sordina. Todo lo que allí han invertido, en vidas sobre todo, apenas ha servido a la solidaridad transatlántica, pero escasamente a la lucha contra el terrorismo y a la libertad de los afganos. A falta de fuerzas militares propias, ahora ni siquiera está en sus manos asegurar el mantenimiento de las embajadas en Kabul. La vocación geopolítica y el lenguaje del poder quedan todavía muy a trasmano de Bruselas.

Nadie ha explicado cómo se decidió el abandono sin previo aviso de la principal instalación militar estadounidense. De pronto, a medianoche, solo quedaron en Bagram los 5.000 talibanes recluidos en su cárcel, junto a miles de vehículos civiles y camiones artillados, provisiones, ordenadores, armas y munición de pequeño calibre. Las luces se apagaron, la base quedó sin energía eléctrica y empezó el pillaje hasta la madrugada, cuando el Gobierno de Kabul recuperó el control. Todo un presagio.

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